La obra de este artista montevideano se despliega en cierto modo silenciosa por rincones no siempre escrutables de la ciudad capital.
Se integra de forma natural y delicada con el mutante paisaje urbano, con su arquitectura a veces relevante. O bien, claro, se yuxtapone con otras obras de otros artistas que vivieron y/o gravitaron en tal o cual momento de la historia nacional o universal.
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Obras heterogéneas, qué, sin embargo, se insertan en un corpus que encuentra un común denominador en la deleitable palabra Montevideo con sus implicancias infinitias.
En efecto, Montevideo, como tal, es una ciudad digamos nueva (no así su bahía, la cual gravita y mucho desde el comienzo de las cosas). Ahora bien, tal vez por influjo de sus inmigrantes, tal vez por el políglota horizonte ontológico de sus hijos, Montevideo se transforma subrepticiamente en una ciudad digamos antigua o clásica.
Sin exagerar demasiado, bien podríamos decir que Montevideo es algo así como eterna, tanto casi como los habituales ejemplos de las urbes concebidas como eternas. Sí, pues del mismo modo que el Río de la Plata está inmortalizado en Roma, Montevideo en su escultura, y no sólo en su escultura, rinde tributo a un pasado tan variopinto como transoceánico. Y, nuevamente, clásico.
Se trata de un homenaje perenne a la ciudad, homenaje que se trasunta en una sumatoria de signos que se dispersan a lo largo de la urbe. Tal vez más allá de la urbe, dado sus connotaciones transculturales o bien por sus recursos formales. En un progresivo apoderamiento de la abstracción, valga el término, el artista va literalmente desdibujando sus croquis en aras de una abstracción. Proceso por demás atendible y, como es sabido, bien frecuente en los artistas.
Montevideo en todo caso no es una mera locación, es el espacio simbólico donde esta obra se instala y dialoga con otras obras y, por supuesto, con los propios montevideanos. Su nombre de pila tiene reminiscencias del barroco, su apellido en principio se asocia con el apellido compuesto que usaba su padre, Fernández Tudurí, y a su vez el doble apellido que usaba su abuelo, Fernández Volonté. En ocasiones él mismo también se vale de su apellido materno y así tenemos a Rubens Fernández Constenla. He aquí nuestro autor, él y su génesis plegada de conocimientos aprendidos y compartidos.
Ahora bien, ese bagaje heredado no se constriñe a los artistas fallecidos. Por el contrario la obra de Rubens, del Rubens de hoy, es una suerte de proyección, de continuación que nos lleva al más transparente presente.
Cabe presuponer que en los hechos no se trata de un mero legado familiar. No es necesariamente el fruto de puentes generacionales. Es bien por el contrario una obra autónoma, una obra que dice de su autor, que nos dice a seres de este ya avanzado siglo XXI.
Este primer gran encuentro con el público montevideano se concentra nada menos que en los jardines del Museo Nacional de Artes Visuales.
A ver si somos bien claros: se trata del verdadero ingreso al MNAV. Dicho de otro modo, y para reforzar la idea, en los jardines ya estamos en el museo, ya que los jardines son, constituyen intrínsecamente el museo. Obra del insigne paisajista Leandro Silva Delgado, representan un verdadero regocijo para el alma mientras nos preparamos espiritualmente para contemplar la colección en el sentido formal del término.
Este festín visual está particularmente cronometrado; en él convive la naturaleza en su sentido más evidente con obras de arte. Pero ahora albergan también, a modo de muestra temporal, la obra de Rubens Fernández. Es un homenaje a la forma y al color en el sentido más intrínseco. Y yendo más allá de las palabras, bien podemos afirmar que las piezas se desenvuelven con fluidez en el gran jardín. Franz Boas señalaba que Rembrandt empleaba luces fuertes para obligar al espectador a fijar la atención en sus figuras principales. Acaso metafórico preámbulo de una obra expuesta rindiendo tributo a sus mejores atributos desde ese no menos lumínico legado, si cabe el término.
Así, el espectador que visite el MNAV durante esta muestra, se encontrará con esta serie de obras abstractas diseñadas en un formato que va como anillo al dedo con la escala del lugar. Son apetecibles piezas que en un comienzo impresionan por su aparente liviandad, pero que a medida que nos concentramos van colonizando nuestros sentidos. Son obras resueltas mayoritariamente en acero pintado o con una suerte de pátina, algo que le confiere un interés suplementario.
Si hubiera que hallar tres elementos esenciales, cabría decir que predomina la forma, la línea curva y el color constituyendo en su conjunto una unidad conceptual. Es además la forma de acercarnos a Rubens en su última década como artista, ya que se trata de una producción relativamente reciente, de no más de unos diez años.
Hace abandono así el artista de obra figurativa, dotando de nuevo contenido su nueva carta de presentación. Einstein y Vaz Ferreira seguirán dialogando en francés en la Plaza de los Treinta y Tres. La pieza no perderá su valor testimonial, histórico, visual y demás. Pero no es el mundo al que nos pretende someter Rubens hoy. En suma, estamos ante la experiencia de un artista de dilatada obra que nos somete a una nueva lectura de las cosas. Bienvenido sea.